sábado, 19 de enero de 2008

Además de lo significativo de que el segundo esposo de Natalia se llame como su primer hijo, existen paralelismos entre la ficción y la vida de Mercé Rodoreda. Natalia espanta el fantasma de Quimet abriendo el grifo de agua y Rodoreda de niña hacía lo mismo cuando la visitaban los ángeles. Así como Antoni se separa de su madre en la novela, también Rodoreda cuando se va de Barcelona deja a su hijo pensando que sería un exilio corto.

La disposición de algunos recuerdos en espejo vuelve evidente el carácter recursivo y de redoblamiento propio del discurso rememorativo. De esta superposición surge la oscilación entre llamar al personaje de La plaza del Diamante Colometa o Natalia. El asunto puede resolverse siguiendo la reflexión de la propia autora acerca de que en el cambio de nombre tiene lugar una metamorfosis[1]. Ya vimos cómo el capítulo 12 ilustra la operación de dilación de los recuerdos en la novela. En la siguiente cita: “Y la paloma herida y el embudo fueron dos cosas que entraron casi juntas en casa, porque el día antes de la paloma, Quimet compró el embudo”[2], se vuelve patente la voluntad narrativa de asociar recuerdos en un mismo espacio de tiempo, aún si no se produjeron efectivamente juntos. Quimet primero compró el embudo y luego llegó la paloma. ¿cuál es para Natalia la significatividad de ambos y qué hace que los condense en un mismo recuerdo?

Metamorfosis
El desplazamiento por un embudo produce una transformación de aquello que se desplaza: de una garrafa de vino se obtienen tantas o más botellas, por ejemplo. Pero puede darse el caso de que un embudo sirva como trampa y que no ofrezca salida. Así sucedió con la primera paloma de Quimet que, significativamente, tiene las alas heridas como si hubiese quedado atrapada en la parte más angosta del embudo-trampa adquirido el día anterior. En la plaza y en pleno vuelo atrapó Quimet a Natalia, incómoda -como su asfixiante enagua- ante la perspectiva de volverse Colometa: “me le miré muy incomodada y le dije que me llamaba Natalia”[3]. Y el vals, como en la tarde del casamiento de Rita, ahogándola y las perlas corriendo por el suelo como ahora ella por la calle.
La afición colombófila de Quimet transforma el vuelo del tipo del rapto insomne (escenas de ensoñación mencionadas arriba) en simple retorno doméstico. Como una paloma mensajera, Colometa sufre el encierro, que alterna con paseos por los parques (la señora de las palomas, la señora paloma). Para el criador, todas las palomas son iguales; en cambio Natalia (al igual que Mateu), sí puede distinguir picos, color de plumas, ojos. Los cuarenta y nueve capítulos de la novela (los dos extremos del embudo) tienen su punto de ahogo en la mitad (capítulo 25): Natalia decide acabar con el resto de las palomas porque ya no hay más espacio en las trampas de la casa y el palomar.
La plaza del Diamante se trata entonces de la novela de Colometa, con la recursividad propia del recuerdo[4] como espacio donde nace una salida posible para Natalia, nombre que cifra la natalidad experimentada como conflicto: a la vez, sufrimiento, ahogo y vaciado. “Y el primer grito me ensordeció. Nunca hubiera creído que mi voz pudiera ser tan alta y durar tanto. Y que todo aquel sufrir se me saliese en gritos por la boca y en criatura por abajo.”[5]
Antes, al comienzo de la novela, el problema era decir (protestar frente a Quimet) y la salida fue la dilación de la queja. Ahora, el grito de desahogo del parto se desplaza y reaparece en el graznido del capítulo 49, en plena plaza:

“y sentí un viento de tormenta que se arremolinaba dentro del embudo que ya estaba casi cerrado y con los brazos delante de la cara para salvarme de no sabía qué, di un grito de infierno. Un grito que debía hacer muchos años que llevaba dentro y con aquel grito, tan ancho que le costó mucho pasar por la garganta, me salió de la boca una pizca de cosa de nada, como un escarabajo de saliva…”[6].

Es preciso retomar aquí dos fragmentos comentados antes. Se trata de aquellos que narran dos escenas de ensoñación representadas como vuelos de paloma y que tienen el recuerdo de una florcilla azul como pieza común. Su lectura nos ayudó para transitar las ensoñaciones rastreando la secuencia significante: boda- ahogo-jaula-entierro. Los recuperamos ahora porque las flores en la novela están en relación con la natividad (la flor de la madre de Quimet abriéndose y cerrándose durante los días del parto, por ejemplo) y tendrían, en ese sentido, una carga semántica más próxima al sufrimiento que a la felicidad. Así, ya en el capítulo 15 encontramos el desplazamiento semántico Colometa- violeta[7]. El nexo cromático entre la flor de los paseos por la playa y las marcas del agotamiento físico en el rostro está dando cuenta de que aquí la flor es símbolo de sufrimiento y no de la belleza de Colometa. La secuencia significante anterior puede completarse a partir del enlace establecido entre los niños y el cansancio que ahoga hasta poner azul el rostro: boda-ahogo-natalidad- jaula-entierro.

Finalmente, la natividad y el decir como experiencias de sufrimiento encuentran su metáfora en el escarabajo de saliva. Una carcoma hace túneles en la madera para nacer del otro lado convertida en escarabajo. Se abre paso a través del embudo para no quedar ahogada a mitad de camino. Como Colometa en su vuelo final, royendo la puerta de madera de la casa-jaula de su ex, el carpintero Quimet, carcomiendo la puerta hasta que del trazo en la madera surja su nombre y la posibilidad de decir. Un escarabajo carcome a Colometa[8] y Natalia encuentra gritando una salida.

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Bibliografía

Rodoreda, Mercé (1962), La Plaza del Diamante, España, Sudamericana.

(1974), Prólogo a Espejo Roto, Madrid, Cátedra.

Arnau, Carme (1982), “La obra de Mercé Rodoreda” en Cuadernos hispanoamericanos, 383.
[1] “un cambio de nombre equivale a una metamorfosis”: Rodoreda, Mercé (1974), Prólogo a El espejo Roto, Madrid, Cátedra, pág. 29.
[2] Rodoreda, Mercé (1962), La plaza del Diamante, España, Sudamericana, pág. 72.
[3] Ibidem, pág. 10.
[4]“ El caracol (que lleva dentro como Natalia miles de llantos como mares), es metáfora del retorno y de la prosa propia del recuerdo. Como condensador de un espacio que no existe –el mar, que tiene la ciclicidad del recuerdo- da salida a la voz de Natalia que debe gritar primero como Colometa y esto quizás explique porqué, al comienzo de su novela confiesa sentirse extrañada frente a sus propias palabras: “En casa vivíamos sin palabras, y las cosas que yo llevaba por dentro me daban miedo porque no sabía si eran mías” (Ibidem, pág. 22).
[5] Ibidem, pág. 65.
[6] Ibidem, pág. 238.
[7] “Colometa, violeta. Porque después de haber tenido la niña lo mismo que antes de tenerla, las ojeras se me habían puesto azules” (Ibidem, pág. 82)
[8] “Y le dije a Quimet que a lo mejor las carcomas, en vez de trabajar de fuera a dentro, trabajan de dentro a fuera y sacaban la cabeza por el agujerito”. En este sentido, el hijo de Natalia dice en el capítulo 46 tener delirio de estar en casa como una carcoma dentro de una madera (pág. 225) y Quimet había ya comparado a sus hijos con lombrices. Además, pensemos en Antoni sacando musgo de una raja de la mesa de madera y haciendo bolitas al hablar de lo que le preocupa, bolitas que remiten a la tristeza de Natalia estrujada como bolitas para que no se vea su interior (pág. 57)

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