martes, 11 de marzo de 2008

Acerca de La Plaza del Diamante de Mercè Rodoreda.

He hablado de mí
(…) y la desmesura
siempre me ha asustado mucho.

Mercè Rodoreda, prólogo a Espejo Roto



La escritura de La plaza del Diamante está signada por la distancia. En el año de su publicación Rodoreda se encontraba desde hacía más de veinte años fuera de su Barcelona natal. Para salir de la monotonía de su vida conyugal había iniciado su actividad literaria, interrumpida durante los años de exilio. “Estaba demasiado desligada de todo. O quizás demasiado terriblemente ligada a todo”[i] como para poder escribir. Esta ligazón distante vuelve a expresarla al hablar de la novela que nos ocupa: “es lo más alejado de mí, y es, también, donde estoy más presente”[ii].
Si las distancias nos interesan como eje de lectura es porque en La plaza del Diamante, escribir la memoria es el modo de ligar recuerdos distantes. La posibilidad misma de que exista el recuerdo es que se haga presente en la distancia. Su hija Rita (que quiso ser azafata) es quien hace explícito el nexo entre distancia y ficción, enojada con Vincenç porque la pertenencia al mismo barrio le quita mucha ilusión a la relación matrimonial. Mantener el marido a distancia constituye para Rita tanto como para Rodoreda la posibilidad misma de la ficción. Y este será también el caso de nuestra protagonista.
Con el primer marido muerto y el segundo esperando tras la ventana del balcón, el capítulo final de la novela narra el paseo nocturno de Colometa, creando la ilusión de un vuelo de paloma: “Al albaricoquero se le movieron unas cuantas hojas llenas de luz de farol y unas alas de pájaro escaparon. Una ramita tembló”[iii]. En esta ensoñación podemos rastrear el modo cómo opera la condensación en tanto que mecanismo de la memoria en la narración.

El corazón de una flor de la colcha dispara el recuerdo del collar de perlas y Natalia revive la boda del día anterior cuando en el salón de fiestas, recolectando las perlas del piso, todos le decían Señora Natalia, que es como ella se llama a sí misma dos veces esa madrugada. Luego de pasar por el cuarto del chico que ya no lo es, actualiza en los afiladores a Quimet diseñando muebles debajo de una lámpara, sobre una mesa después de comer o asustándola durante los paseos en moto. La nostalgia hace que llegue a añorar lo que antes odiaba, cambiando hedor por olor.
Dándose a sí misma una explicación del itinerario de su memoria, Natalia recuerda las palabras de la señora Enriqueta: “me había dicho que teníamos muchas vidas, entrelazadas unas con otras, pero que una muerte o una boda, a veces, no siempre, las separaba (…) las vidas entrelazadas se pelean y nos martirizan”[iv]. Más tarde esa noche, vendrá la escena del cuchillo[v] carcomiendo la puerta de entrada de la casa del primer matrimonio. Después de cuatro años temiendo que vuelva, Colometa necesita conjurar definitivamente el retorno del esposo; mantenerlo lejos para que no la martirice. Pensemos sino en el vals de la tarde anterior.
El matrimonio de Rita fue también celebración del aniversario de la unión de Natalia con Antoni. Y esta superposición asfixiante termina en ahogo cuando Natalia revive el nacimiento de Antoni (h) que terminó siendo soldado como su padre. Bailar con un soldado es bailar con la muerte: el esposo muerto se espeja en el hijo uniformado y el mártir de la milicia reaparece. La tensión narrativa del vals se libera al cortarse el alma del collar y Natalia se ve retrotraída a su posición de esposa junto a Quimet cuando sufría penurias económicas: no puede lucir el collar sino que debe procurar conservar las cuentas dentro de su monedero. Nada más acertado que los dichos de la señora Enriqueta: una boda -un muerto- rompiendo el entrelazado armónico de la memoria, haciendo rodar sus cuentas por el suelo.
Durante la boda, el vals y el natalicio quedan enlazados por el sentimiento de ahogo. Pero la boda misma era ya, tanto para Rita como para Natalia (las dos agasajadas de la tarde) una situación de ahogo: “¿usted se cree que tengo ganas de casarme y de enterrarme y de ser la señora del tabernero de la esquina?”[vi], le dice Rita a su madre, señora del tendero de la esquina. La misma imagen del casamiento como un entierro fue usada por la madre dos páginas atrás cuando imaginaba las costillas de Quimet como una jaula vacía.
Se trata del capítulo 44, donde en una breve ensoñación Colometa recoge insomne maíz de los sacos de la tienda: “Y las costillas estaban todas fuera menos una que era yo y cuando me separé de la jaula cogí en seguida una florecilla azul y la deshojé y las hojitas caían revoloteando por el aire como los granitos de maíz”[vii]. Este pasaje consiste en la recreación de un recuerdo que aparece narrado en el capítulo 49, y tiene entonces la función de servir como enlace entre los dos escenas de ensoñación.
Colometa inaugura el vuelo de pájaro del capítulo final con una cantinela: “me parecía que todo lo que hacía ya lo había hecho”[viii]. Se pone a andar por su vida antigua y llega hasta la puerta de su vieja casa. Es allí cuando aflora el recuerdo que nos interesa. “Miré hacia arriba y vi al Quimet que, en medio de un campo, cerca del mar, cuando yo estaba embarazada del Antoni, me daba una florecilla azul“[ix]. Lo que las dos ensoñaciones comparten es que se construyen ficcionalmente como vuelos de paloma y esto las vincula a la tercera ensoñación de la novela, el rapto infanticida del capítulo 34.
Pero para entender el funcionamiento de la prosa novelesca y retomar la importancia de la distancia en relación con el relato de la memoria es necesario remontar la novela hasta el capítulo 12. En él veremos cómo, cuando algo se cuenta, otra cosa permanece velada.
La curación de la paloma herida que inaugura la empresa colombófila de Quimet desplaza al final del capítulo la adquisición de un embudo para trasvasar vino y queda apenas insinuado el hecho de que Quimet a aumentado su consumo de alcohol y por eso a decidido comprarlo en garrafas. Esta dilación del decir en la novela (que desemboca en el grito final en plena plaza) puede leerse en el capítulo 14, en la distancia que va desde la enumeración primera de los olores hasta la frase que remata el capítulo: “Y desde aquel día no pude tender la ropa en el terrado porque las palomas me la manchaban. La tenía que tender en el balcón. Y gracias”[x]. Dilatando la queja hasta el final del capítulo, Natalia parece tener todavía ciertos reparos para expresar su enojo con las palomas del marido, aun si cuando leemos la historia sabemos que Quimet no puede sino estar ya irremediablemente muerto en los campos de Aragón[xi].
Otro capítulo importante para entender cómo funciona la narración es el capítulo 8. Hablando de Enriqueta, Natalia nos cuenta: “Y cuando se ponía un poco terca queriendo saber la noche de bodas, procuraba distraerla y una buena distracción fue la mecedora”[xii]. Si después de leer la cita el lector relee el inicio del capítulo, encuentra que éste empieza juntamente con los trabajos de Quimet sobre la silla y que, por lo tanto, Natalia nos cuenta la historia que usa para distraer a Enriqueta logrando distraernos a nosotros también acerca de las menudencias de su noche de bodas. Se nos cuenta una estrategia de distracción pero nunca lo que hay detrás de ella y se va estableciendo así un nexo entre distracción y desvío, entre disimulación y dilación de la narración.
En este sentido, la descripción de la ropa de cama con que inicia el capítulo 7 aparece como pura distracción cuando a vuelta de página nos enteramos que bajo ese mismo colchón de tela azul con dibujo de plumas brillantes y rizadas Natalia a debido esconderse del marido que la castiga por haberse puesto un hermoso vestido nuevo de color castaña.

Asimismo, la distancia entre lo que se dice y lo que sólo se consigue decir a vuelo de pájaro cifra la relación de Natalia con dos figuras que funcionan como sus confidentes y marcan el ritmo de sus expresiones de enojo y deshogo. Cada día estaba más cansada -nos cuenta Natalia en el capítulo 21- y la respuesta se estira hasta el cierre a cargo de la señora Enriqueta: “y tu, trabajando como una tonta”[xiii]. Enriqueta funciona aquí como la confidente de Natalia y es a través de los dichos que le atribuye a su vecina cómo nos enteramos de que se sabe tonta, cansada de trabajar mientras el marido cría palomas. Puestos sus sentimientos en boca de la confidente (toda construcción ficcional de la memoria implica una reelaboración a posteriori y, en este sentido, la rememoración de los diálogos no está eximida –al igual que el resto de los recuerdos- del carácter de pura ficción), Natalia puede a continuación manifestar su enojo y cansancio. Pero la continuación siempre es dilatada y no llega sino con el capítulo siguiente donde no deja de repetir no podía decirle y como lectores nos preguntamos si no es más bien a Quimet (y no a la señora que la emplea como criada) a quien no puede decirle que las palomas la tienen harta.
Recién en el capítulo 25 Natalia expresará su hartazgo de modo absoluto: “Y fue aquel día cuando me dije que aquello se había acabado”, procurando a continuación precisar el indefinido “que se habían acabado las palomas”[xiv].
Y del mismo modo que el capítulo 20 funciona como una preparación para la expresión de enojo del 21, la queja del capítulo 25 fue habilitada en 24. Mateu es quien ocupa ahora el lugar de confidente: manifiesta sus reparos contra las palomas de Quimet y entonces puede Natalia ahora sí expresar su enojo.

Finalmente, la dilación del decir[xv] parece abrir la posibilidad del encuentro afectivo entre Natalia y Mateu: cuando en el capítulo 27 Natalia diga “y yo para disimular, le dije que porqué se iba, que se quedase”[xvi] está declarando que desea a Mateu cerca y esa declaración se disimula con la mención a Griselda. Recordemos que la ensoñación del capítulo 35 (donde Natalia se espeja en una señora de luto que le recuerda tanto su viudez como el plan de matar a sus hijos) terminará justamente con el consuelo imaginario de Mateu.
Sin embargo, al seguir desde aquí la lectura de la novela, el capítulo 36 nos obliga a reconocer que la distracción como estrategia para dilatar el decir (ardid efectivo para ahuyentar a la señora Enriqueta de la intimidad de la noche de bodas) puede tener también un rol dramático: en plena descripción del recorrido que incluye una breve rememoración de su vida, Natalia declara que “pensaba en estas cosas para distraerme, para no pensar en la botella del cesto, brillante y verde”[xvii] con la que iba a emborrachar mortalmente a Rita y Antoni. La dilación-distracción habilita en la narración tanto la destrucción como el afecto hacia el ser querido. Y esta observación puede servirnos para sumar otra característica a los rasgos de la prosa novelesca apuntados hasta aquí.

Ciertamente, en La plaza del Diamante Mercè Rodoreda persigue la recreación del habla popular. Pero no puede leerse la novela solamente como poetización de una visión naïve del mundo atribuida a los sectores populares. Tampoco debe desorientarnos el diseño de la voz de Colometa como una voz insegura, en posesión de una instrucción mínima ni las varias menciones a sus dificultades lectoras[xviii], sino que debemos reconocer en las matizaciones de su voz la huella del trabajo de Rodoreda.
Los procedimientos de selección de los recuerdos y organización de la memoria por condensación y dilación (desplazamiento) dan a Colometa una voz narrativa más bien compleja. Teniendo en cuenta estos procedimientos cuyo funcionamiento ya hemos ido rastreando en la obra, puede proponerse un mapa de la memoria de Colometa. La confección de dicho mapa consistirá en hilvanar juntos los recuerdos que aparecen distantes en la novela por efecto de la dilación de la prosa. Condensar lo desplazado es la actividad de lectura que se impone como un trabajo inverso al trabajo narrativo de Rodoreda. Enfocando los dos procedimientos apuntados: no hay condensación sin dilación, así como sin ella no hay recuerdo; no puede haber relato de la memoria sin desplazamientos de los recuerdos y sin el intento por condensarlos en un espacio común.

geografías del caracol


sábado, 19 de enero de 2008

Además de lo significativo de que el segundo esposo de Natalia se llame como su primer hijo, existen paralelismos entre la ficción y la vida de Mercé Rodoreda. Natalia espanta el fantasma de Quimet abriendo el grifo de agua y Rodoreda de niña hacía lo mismo cuando la visitaban los ángeles. Así como Antoni se separa de su madre en la novela, también Rodoreda cuando se va de Barcelona deja a su hijo pensando que sería un exilio corto.

La disposición de algunos recuerdos en espejo vuelve evidente el carácter recursivo y de redoblamiento propio del discurso rememorativo. De esta superposición surge la oscilación entre llamar al personaje de La plaza del Diamante Colometa o Natalia. El asunto puede resolverse siguiendo la reflexión de la propia autora acerca de que en el cambio de nombre tiene lugar una metamorfosis[1]. Ya vimos cómo el capítulo 12 ilustra la operación de dilación de los recuerdos en la novela. En la siguiente cita: “Y la paloma herida y el embudo fueron dos cosas que entraron casi juntas en casa, porque el día antes de la paloma, Quimet compró el embudo”[2], se vuelve patente la voluntad narrativa de asociar recuerdos en un mismo espacio de tiempo, aún si no se produjeron efectivamente juntos. Quimet primero compró el embudo y luego llegó la paloma. ¿cuál es para Natalia la significatividad de ambos y qué hace que los condense en un mismo recuerdo?

Metamorfosis
El desplazamiento por un embudo produce una transformación de aquello que se desplaza: de una garrafa de vino se obtienen tantas o más botellas, por ejemplo. Pero puede darse el caso de que un embudo sirva como trampa y que no ofrezca salida. Así sucedió con la primera paloma de Quimet que, significativamente, tiene las alas heridas como si hubiese quedado atrapada en la parte más angosta del embudo-trampa adquirido el día anterior. En la plaza y en pleno vuelo atrapó Quimet a Natalia, incómoda -como su asfixiante enagua- ante la perspectiva de volverse Colometa: “me le miré muy incomodada y le dije que me llamaba Natalia”[3]. Y el vals, como en la tarde del casamiento de Rita, ahogándola y las perlas corriendo por el suelo como ahora ella por la calle.
La afición colombófila de Quimet transforma el vuelo del tipo del rapto insomne (escenas de ensoñación mencionadas arriba) en simple retorno doméstico. Como una paloma mensajera, Colometa sufre el encierro, que alterna con paseos por los parques (la señora de las palomas, la señora paloma). Para el criador, todas las palomas son iguales; en cambio Natalia (al igual que Mateu), sí puede distinguir picos, color de plumas, ojos. Los cuarenta y nueve capítulos de la novela (los dos extremos del embudo) tienen su punto de ahogo en la mitad (capítulo 25): Natalia decide acabar con el resto de las palomas porque ya no hay más espacio en las trampas de la casa y el palomar.
La plaza del Diamante se trata entonces de la novela de Colometa, con la recursividad propia del recuerdo[4] como espacio donde nace una salida posible para Natalia, nombre que cifra la natalidad experimentada como conflicto: a la vez, sufrimiento, ahogo y vaciado. “Y el primer grito me ensordeció. Nunca hubiera creído que mi voz pudiera ser tan alta y durar tanto. Y que todo aquel sufrir se me saliese en gritos por la boca y en criatura por abajo.”[5]
Antes, al comienzo de la novela, el problema era decir (protestar frente a Quimet) y la salida fue la dilación de la queja. Ahora, el grito de desahogo del parto se desplaza y reaparece en el graznido del capítulo 49, en plena plaza:

“y sentí un viento de tormenta que se arremolinaba dentro del embudo que ya estaba casi cerrado y con los brazos delante de la cara para salvarme de no sabía qué, di un grito de infierno. Un grito que debía hacer muchos años que llevaba dentro y con aquel grito, tan ancho que le costó mucho pasar por la garganta, me salió de la boca una pizca de cosa de nada, como un escarabajo de saliva…”[6].

Es preciso retomar aquí dos fragmentos comentados antes. Se trata de aquellos que narran dos escenas de ensoñación representadas como vuelos de paloma y que tienen el recuerdo de una florcilla azul como pieza común. Su lectura nos ayudó para transitar las ensoñaciones rastreando la secuencia significante: boda- ahogo-jaula-entierro. Los recuperamos ahora porque las flores en la novela están en relación con la natividad (la flor de la madre de Quimet abriéndose y cerrándose durante los días del parto, por ejemplo) y tendrían, en ese sentido, una carga semántica más próxima al sufrimiento que a la felicidad. Así, ya en el capítulo 15 encontramos el desplazamiento semántico Colometa- violeta[7]. El nexo cromático entre la flor de los paseos por la playa y las marcas del agotamiento físico en el rostro está dando cuenta de que aquí la flor es símbolo de sufrimiento y no de la belleza de Colometa. La secuencia significante anterior puede completarse a partir del enlace establecido entre los niños y el cansancio que ahoga hasta poner azul el rostro: boda-ahogo-natalidad- jaula-entierro.

Finalmente, la natividad y el decir como experiencias de sufrimiento encuentran su metáfora en el escarabajo de saliva. Una carcoma hace túneles en la madera para nacer del otro lado convertida en escarabajo. Se abre paso a través del embudo para no quedar ahogada a mitad de camino. Como Colometa en su vuelo final, royendo la puerta de madera de la casa-jaula de su ex, el carpintero Quimet, carcomiendo la puerta hasta que del trazo en la madera surja su nombre y la posibilidad de decir. Un escarabajo carcome a Colometa[8] y Natalia encuentra gritando una salida.

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Bibliografía

Rodoreda, Mercé (1962), La Plaza del Diamante, España, Sudamericana.

(1974), Prólogo a Espejo Roto, Madrid, Cátedra.

Arnau, Carme (1982), “La obra de Mercé Rodoreda” en Cuadernos hispanoamericanos, 383.
[1] “un cambio de nombre equivale a una metamorfosis”: Rodoreda, Mercé (1974), Prólogo a El espejo Roto, Madrid, Cátedra, pág. 29.
[2] Rodoreda, Mercé (1962), La plaza del Diamante, España, Sudamericana, pág. 72.
[3] Ibidem, pág. 10.
[4]“ El caracol (que lleva dentro como Natalia miles de llantos como mares), es metáfora del retorno y de la prosa propia del recuerdo. Como condensador de un espacio que no existe –el mar, que tiene la ciclicidad del recuerdo- da salida a la voz de Natalia que debe gritar primero como Colometa y esto quizás explique porqué, al comienzo de su novela confiesa sentirse extrañada frente a sus propias palabras: “En casa vivíamos sin palabras, y las cosas que yo llevaba por dentro me daban miedo porque no sabía si eran mías” (Ibidem, pág. 22).
[5] Ibidem, pág. 65.
[6] Ibidem, pág. 238.
[7] “Colometa, violeta. Porque después de haber tenido la niña lo mismo que antes de tenerla, las ojeras se me habían puesto azules” (Ibidem, pág. 82)
[8] “Y le dije a Quimet que a lo mejor las carcomas, en vez de trabajar de fuera a dentro, trabajan de dentro a fuera y sacaban la cabeza por el agujerito”. En este sentido, el hijo de Natalia dice en el capítulo 46 tener delirio de estar en casa como una carcoma dentro de una madera (pág. 225) y Quimet había ya comparado a sus hijos con lombrices. Además, pensemos en Antoni sacando musgo de una raja de la mesa de madera y haciendo bolitas al hablar de lo que le preocupa, bolitas que remiten a la tristeza de Natalia estrujada como bolitas para que no se vea su interior (pág. 57)